En marzo de 1943 monté mi última ola y fui a recorrer la Polinesia. Los habitantes de las miles de islas me
apodaron “fragata portuguesa”, supongo que por los tonos azulados en las caras
de los que infectaba con mi aliento, similares a los de la conocida ameba del Pacífico. Llegué a muchos lugares, incluso a unas
pequeñas islas llamadas Terraincógnita donde las autoridades conminaron a los isleños a resistirme con
un conjunto de medidas sanitarias: alejarse de los restos de espuma marina en los
que me gustaba descansar; usar en el cuerpo bloqueadores solares 2
en 1 con alcohol en gel; y lo más importante, aquello que casi resultó en mi
perdición, recomendaron que al pasear por las costas nunca jamás debía
hacerse con ropa. Resulta que unos científicos pudieron averiguar y les
confieso ni yo lo sabía, que bajo la aparente liviandad de virus despreocupado
y alegre que tengo, se esconde una estructura molecular recalcitrantemente conservadora.
Entendí entonces por que me molestaban esas mujeres y hombres desnudos paseando
por las playas, su sola presencia me espantaba, esas tersas y bronceadas pieles
proyectadas al sol me provocaban nauseas. Pero mi madre naturaleza es realmente
sabia y con el tiempo fui mutando a tal punto que hoy puedo sentarme en la
cresta de las montañas de espuma blanca y contemplar sin afectación alguna esos cuerpos desnudos al sol listos para quebrarse de
fiebre con tan solo un soplo de mi boca.

Qué experiencia emocionante debe ser.........MUTAR!!!!!!!
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