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La vidente Flowrence de Arab reflexionaba en 1886, en tiempos de la aciaga influenza del sésamo que afectó a una mitad de oriente, acerca de un sueño que había tenido donde el profeta le revelaba que los humanos jamás conocieron ni conocerán otra vida, ya que siempre estuvieron afectados por una pandemia que desde hace miles de años los tiene recluidos en cubículos a los que llaman hogar. En el sueño, el profeta le aclaraba a Flowrence que la realidad en la que nacimos, crecimos, nos reprodujimos y morimos siempre ha ocurrido estando aislados, que las noches bajo las estrellas, el transitar por calles llenas de gente, asistir a teatros o a cines no es más que un sueño, una ilusión. La vidente quiso al despertar darse cuenta de esta falsa realidad, y al mirar por la ventana de su tienda confirmó (según consta en sus escritos póstumos) que el mundo que creía natural en realidad no existía y en cambio se extendía un infinito desierto, un páramo sin nada más que rocas, inundado por la luz de un sol calcinante y cruzado tan solo por innumerables y pequeñas carreteras abandonadas.

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