Anin Nahis podía sentir la
rugosidad de una constelación, saborear los brillos de las galaxias y recorrer el
tiempo como si se tratara de cualquiera de las calle del barrio donde vivía. Cuando
cerraba sus ojos, Anin era capaz de escuchar la materia oscura del cosmos, oler
la energía de una galaxia o incluso ver en los confines insondables de un
agujero negro, pero no podía explicar ni entender ese talento. Llegaba a esas
verdades únicamente desde los sentidos que traducían la experiencia en sensaciones
pero nunca en un saber. Esta habilidad le apareció cierto día al
salir de la oficina donde trabajaba. Esa tarde, Anin, en vez de tomar el metro
atestado de oficinistas cansados de la vida, decidió perderse en un parque y recostarse
en la hierba fresca para entregarse a la naciente primavera y dormir un poco.
Al rato, su cuerpo ya no era su cuerpo, el mundo sensible había desaparecido
por completo y por la hendidura de su boca una energía metálica le impregnó la
verdad de todas las cosas existentes e inexistentes, el olor le recordaba los
temblores de su primera experiencia sexual, pero infinitamente más intensos. Luego, una idea apareció en su cabeza, como un vaporoso susurro: había sido la elegida.
Anin despertó de un sobresalto, aún
con ese sabor metálico en la boca. Sobre sus piernas desnudas, algunos pequeños
rayos de sol se arrastraban hasta desaparecer vencidos por la noche que lentamente se comía
al parque y justo en ese instante, reconoció el sonido de un mundo recién formado
y el éxtasis fue inmenso. Se sintió extraña con su poder, pero
sobre todo al saberse víctima de un dios, frágil y temperamental.

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