Margueritte Doufour podía alardear de muchas cosas. Sus viajes por el Mediterráneo, las afiebradas noches hundida en los almohadones de terciopelo de los lupanares del Cairo, sus cientos de amantes y las joyas en las que no faltaban zafiros del tamaño de pequeñas tortugas o rubíes del color del corazón de un elefante. Pero de todo ello, Margueritte alardeaba de un tesoro incalculable: las únicas piernas de mármol en la historia de la anatomía humana.
Poseer semejante tesoro no era fácil. Apenas le alcanzaban las horas del día para pulirlas hasta que la luz del sol las atravesaba, revelándolas como una tenue y blanca neblina en la mañana.

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